lunes, 22 de febrero de 2010

La hipocresía: ¿políticamente correcta?

Por: Jéssica Medrano

La verdad apesta. Sí, señoras y señores, la verdad, la realidad apesta, quien se atreva a negarlo estará mintiendo, por eso, ¿qué mejor que encubrirla? Es esta la idea que los países ricos- y sus aliados por supuesto- pretenden vender a los del tercer mundo. Lo último en la moda para negar realidades. Y, tristemente, ha sido bien recibida. ¿Dónde creen que nació esta moda?, una pista... mucho de lo malo nos viene de ahí... exacto: Estados Unidos.


El lenguaje “Políticamente Correcto” se ha expandido como una epidemia, gracias, en gran parte, a los medios de comunicación. Debido a la importancia de estos, el contagio ha adquirido una velocidad insospechada. En la actualidad ya circula por todas partes, empobreciendo el lenguaje, y obligándolo a repeticiones tediosas. A diario nos vemos asechados por esta enfermedad léxica, que no es más que una “prima- hermana” de los engañosos eufemismos.

Pero, ¿qué es en sí el “Lenguaje Políticamente Correcto”(LPC)? Es difícil de definir, puesto que carece de un verdadero contenido, pero este trastorno del lenguaje consiste en la observación de la sociedad y la historia en términos maniqueos, lo políticamente correcto representa el bien y lo políticamente incorrecto representa el mal.

Según Vladimir Volkoff, doctor en filosofía, este “bien” radica en buscar en las opciones y la tolerancia en los demás, a menos que las opciones del otro no sean políticamente incorrectas.“El sumo grado del mal se encuentra en los datos que precederían a la opción, ya sean éstos de carácter étnico, histórico, social, moral, sexual, e incluso en los avatares humanos”, afirma Volkoff. En pocas palabras, su fundamento básico es aquello de “todo vale”. Y claro, el LPC no es más que otro síntoma de la posmodernidad -con todo lo bueno y malo que esto conlleva- es decir, el fin de las certidumbres.




Por tanto, esta nueva modalidad de encubrimiento trae consigo serios estragos, pues tiende a confundir el bien y el mal, bajo el pretexto que todo es materia opinable. La incertidumbre reina, y el LPC se ha convertido un arma para la manipulación de información.

He aquí, lectores- y con esta última palabra pecaré de políticamente incorrecta ante las feministas-, un ejemplo, solo hay una raza: la humana, pero la humanidad misma se encarga de clasificarlos por colores. Así pues, existen adjetivos como blancos, amarillos, mestizos y por supuesto el tan censurado, y “abominable” en algunos círculos, negros que de una década para acá ha sido sustituido por un LPC: “De color” o en su defecto afroamericano convirtiendo al término “negro” en insulto.

Sin embargo, llámesele como se le llame, un afroamericano, de color o negro en países como Estados Unidos continua siendo marginado, explotado como mano de obra barata y denigrado como ser humano. Lo mismo ocurre con las otras “minorías”, si no lo cree pregúntele a un latino, un moro, a un indígena- que por cierto también son “de color”- si a diario no sufren la discriminación. En estos casos la tolerancia se queda en el lenguaje, sin trascender nunca al campo de las acciones. Una persona políticamente correcta se considera a sí misma tolerante, pero no practica la tolerancia. Lo que trae a la memoria aquella frase de Montesquieu cuando decía haber visto franceses, alemanes, turcos, pero nunca “hombres”.

La asexualidad del lenguaje

Veamos otro caso: un lenguaje con la pretensión de ser no sexista como una categoría culminante del LPC. Sin bien es cierto, el lenguaje no debe reproducir las desigualdades por razón de sexo, esto no quiere decir que se caiga en construcciones horrendas, sacrificando buena parte del idioma, pues, al fin y al cabo, continúan ocultando grandes dosis de sexismo.


Es insufrible, en muchos texto, encontrarse a cada momento con frases como "los trabajadores y las trabajadoras", "compañeros y compañeras", “los profesores y las profesoras”, o con la ya omnipresente @ : l@s niñ@s, etc. En el idioma castellano existen las palabras neutras, aunque le pese a las feministas. Y en todo caso, ¿desde cuándo las palabras o la lengua tienen sexo? tienen género, que es una cosa muy distinta.

Muchos creen que con utilizar estas tediosas repeticiones se genera instantáneamente igualdad, sin caer en la cuenta que las desigualdades persisten en el trato diario, en el acceso de oportunidades, en los salarios. Se trata, entonces, tan solo de instalar un discurso coherente cuando la realidad real no lo es.

La hipocresía se instala en el lenguaje

El lenguaje políticamente correcto es una “nomenclatura compasiva”, como suelen llamarlo algunos, pues ejemplos hay muchos como el “anciano” o “viejo” que ahora es “un adulto mayor” o de “la tercera edad” ; el “ciego” es ahora “no vidente” y el “discapacitado” es una “persona con capacidades especiales”, transformando a las primeras en insultos y a las segundas en simple palabras, pues está visto que el respeto o la tan buscada integración social no acompaña necesariamente al concepto. Se suavizan los términos más no la realidad.

Las actitudes del hablante y no su habla es lo que hace la diferencia. El problema es que lo políticamente correcto- léase hipocresía del lenguaje- está logrando instalarse en el inconsciente colectivo de la población. Y es asimilado gracias a la decadencia del espíritu crítico de la identidad colectiva, ya sea esta social, nacional, religiosa o étnica. Creándose una pseudo-opinión pública que solo viene a beneficiar a los manipuladores de la información.

La verdad apesta, así iniciaba este texto, pero el lenguaje no esta para disfrazar esto. El lenguaje está para entenderse y transformarse, para cambiar la realidad, no para evitar cambiarla. Lo Políticamente Correcto está rodeado de un aura de mediocridad, de un conformismo que distorsiona lo real, niega lo que “es” y obstaculiza el camino al “deber ser”.

*Este texto se escribió en el 2004 como parte de un ejercicio para reescribir un editorial publicado en la revista Vertice por José Iglesias Etxezarreta, periodista y mi maestro.


link http://www.elsalvador.com/vertice/2004/290204/opinion.html

domingo, 21 de febrero de 2010

La Industria del sexo: Rentabilidad vrs Dignidad

Por: Jéssica Medrano

Pécoras, prostitutas, rameras, peperechas, zorras, putas, damas de la noche y en los últimos tiempos “Trabajadores comerciales del sexo”(TCS), estos son algunos de los títulos que se le dan a aquellos que venden su cuerpo, y es que en el último siglo la prostitución ha trascendido la barrera del género y, lastimosamente, también de edades. Muchos han visto lo rentable de este oficio y, con el fin de sacarle el mayor provecho, han llegado al punto de reducir al carácter de mercancías sexuales a dichas personas, ignorando con ello sus derechos humanos.

Y cómo no hacerlo, si actualmente es el mercado quien impone las reglas del juego. Según la Organización Internacional de Trabajo (OIT) se estima que el sector del sexo supone entre el 2 y el 14 por ciento del producto interior bruto (PIB) en países como Holanda donde el ejercicio de la prostitución es legal. Asimismo, los ingresos que genera son de máxima importancia para el sustento y los potenciales recursos de millones de trabajadores, además de las propias prostitutas, ya que el trabajo sexual es la única alternativa viable para muchas personas procedentes de comunidades donde faltan por completo programas que hagan frente a la creciente ola de desempleo y pobreza. Legal o no, el aporte económico de la venta de sexo no se puede ignorar.

Sin embargo, el factor económico no es lo suficientemente fuerte para argumentar las bondades que traería la legalización de la industria del sexo. Al contrario, el problema se agudiza.

Al legalizar la prostitución los mayores beneficiarios no serían los TCS, sino los clientes y proxenetas, quienes con la legalización adquirirían el título de “empresarios del sexo”, además de la protección legal que les permitiría la libre explotación sexual de miles de hombres y mujeres. Lo que hace realidad una ecuación tentadora para algunos, desastrosa para muchos:



Explotación sexual – dignidad humana = mayores ingresos



Del mismo modo, contrario a como se supone, se estaría contribuyendo a la explotación comercial de la sexualidad infantil, ya que diversos estudios indican que muchos trabajadores del sexo inician con esta actividad antes de cumplir 17 años, y al no penalizar la prostitución se abrirían más espacio para que se de este flagelo contra la niñez.


Ante este panorama, es necesario, si bien no una ley a favor del “sector de servicios sexuales”, una verdadera regulación que garantice el respeto a los derechos humanos y laborales de quienes no tienen otra alternativa que vender su cuerpo para subsistir, además de leyes más severas contra aquellos que, aprovechando la vulnerabilidad de los niños, obligan a los menores a ser objetos sexuales. Porque que a pesar de todos los nombres que se le den los trabajadores de sexo son sobre todo seres humanos.