By: Jéssica Medrano
Hace unos días
deportaron a un compañero de trabajo. Llegaron a su casa y sin mediar palabras
lo sacaron y lo echaron de este país. Tras él quedaban su esposa y una hija que
aún no veía la luz. Trabajo en un restaurante, y no puedo evitar ver como aquel
pequeño espacio se parece tanto a la sociedad en que ahora vivo. Es curioso
como un restaurante se puede convertir en un reflejo de lo que se vive en Estados
Unidos.
En este
microcosmos estadounidense cohabitan seres tan diferentes y a la vez tan
iguales a todos. Es un restaurante
japonés, donde el dueño es coreano y los
chefs vienen de Tailandia, Mongolia,
México o Irlanda. Cada noche estos chefs alimentan y entretienen a una surtida
clientela de americanos, asiáticos, afroamericanos y latinos. Y por las puertas
del restaurante desfilan hombres y mujeres de todo tipo, desde aquella que sonríe y cuenta a un desconocido sus pesares,
hasta aquellos que se burlan y discriminan por el aspecto a aquel que durante
una o dos horas está obligado a ser su bufón de turno.
Los meseros
son coreanos, argentinos, salvadoreños, puertorriqueños. Todos con una historia
particular de cómo llegaron a donde están y de por qué siguen ahí. Casi todos aquí
somos inmigrantes, menos una. JD es rubia, alta, de ojos claros, aspirante a
enfermería, de salario mínimo y con cuentas por pagar. Es la típica joven
estadounidense, endeudada hasta la coronilla y en un trabajo que no le termina
de gustar.
Y allá al
fondo, donde nadie los ve, están los cocineros, lavaplatos y personal de aseo. Todos
latinos. Todos indocumentados. Unos llegaron por el desierto, otros en el tren,
otros tuvieron más suerte y llegaron por la "línea". Pero bajo el
brazo no traían nada, solo las ansías de poder trabajar. Y ahí están
trabajando, en la sombra. Algunos no salen nunca al frente, tienen miedo de que
los de afuera los vean. Como si llevaran tatuada en la piel una seña que delata
su situación migratoria. Se quedan en su "refugio", un lugar frío y
sin ventanas por donde ver un futuro claro. Hasta hace unos días ahí trabajaba
mi amigo. Ahora está del otro lado de la frontera. Lo echaron de este país,
como quien echa por la borda al polizón para dejarlo a su suerte.
-"¿Cambiaron
de cocinero?", pregunta alguien enfrente, "Es que la comida no me
sabe igual", afirma una comensal desconcertada.
-Sí, el
otro está en Tijuana. Pero no se preocupe señora, él ya está ahora mismo metido
en un maletero tratando de volver, para
que la comida le sepa igual otra vez", dan ganas de responderle.
Pero no digo
nada, a la mayoría de esta gente poco o nada le importa el drama que se vive
tras bambalinas.
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Mi amigo
está de regreso. Más delgado y arrugado. Estuvo en Tijuana casi dos meses y
parece que sobre él cayeron 20 años encima. Caminó no sé cuántos días, y llegó
justo a tiempo para ver nacer a su hija.
PD: Al
frente nadie más ha vuelto a preguntar por el cocinero.
PostPD: Yo tampoco trabajo más en ese restaurante.
Photo by: Jéssica Medrano Inmigrants March L.A.